Cada vez tengo más claro que el bienestar emocional pasa por tener una buena relación con los demás, pero, sobre todo, con nosotros mismos. En este artículo atenderé a una parte de esta relación con nosotros mismos, quizás la más importante de todas: la relación mente-cuerpo. El cuerpo y la mente interaccionan continuamente, estableciendo por tanto una relación. Os propongo que nos la figuremos como una auténtica relación de trabajo, en el sentido de que está llamada a cumplir con unos cometidos.
Apuntemos algunas características de esta relación:
Con esto que decimos se deduce que el estado más favorable es aquel en el que: 1) La mente y el cuerpo cumplan con las que son sus funciones específicas. 2) Que se relacionen de una manera fundamentalmente colaborativa. 3) Que se de lo que podríamos llamar un equilibrio mente-cuerpo en lo referente al peso relativo de cada uno.
La psicología evolutiva puede venir en nuestro auxilio y proporcionarnos otro modelo desde el que atender esta problemática. Cuando nacemos ya somos un cuerpo bastante desarrollado, mientras que apenas se puede apreciar vestigio alguno de lo que luego será la mente. Al cuerpo, ya con buena parte de sus funciones activas desde el primer día, le bastará con vivir en unas mínimas condiciones para desarrollarse plenamente. Por su parte, la mente humana precisa para desarrollarse de la presencia de otras personas dotadas ya de unas funciones y unos contenidos mentales. Aquí, por supuesto, los padres o los que sean los cuidadores del niño juegan el papel protagonista. Cuando los psicólogos decimos que “la madre es el precursor de la mente de su hijo” a lo que estamos haciendo referencia es que en un principio el bebé es cuerpo y lo mental lo aporta la madre: identifica y responde a las necesidades corporales al tiempo que gobierna la escena tomando decisiones.
Hoy ya nadie duda de que las tempranas interacciones madre-hijo son de la máxima importancia y decisivas para todo lo que vendrá después en la vida del hijo. La madre y el bebé forman un auténtico equipo de trabajo, siendo lo más importante que este equipo está destinado a ser interiorizado por el hijo, interiorización que contribuirá, y mucho, a la configuración de su personalidad. Por así decirlo, la madre reflexiona sobre su hijo y de esta manera va constituyéndose la función reflexiva de este. Por supuesto, en la relación madre-hijo también se da una relación cuerpo-cuerpo de, al menos, igual importancia. El bebé necesita ser tocado y ser mirado por su madre.
Así pues, podríamos figurarnos el cuerpo como un bebé (con algunas capacidades más adquiridas) y a la mente como a la madre de ese bebé, y a partir de ahí representarnos el formato funcional de esa relación, así como las alternativas disfuncionales.
Los estudiosos de la importancia de la relación madre-hijo han destacado los principales elementos que convierten esta relación en funcional. Señalemos los más importantes:
A grandes rasgos, la escena se desarrolla de la siguiente manera: el bebé entra en dificultades por algún tipo de desequilibro corporal o emocional y pide auxilio a su madre, ajustándose todos los bebés a la perfección a su papel. Ahora le toca entrar en escena a la madre. Esta puede responder o no responder. Si no responde, el equipo no funciona. Si responde, puede resolver la dificultad, dejar las cosas como están o empeorar las cosas. El equipo solo funciona si se resuelve la dificultad, o si, mientras esto no sea posible, acompaña pacientemente y tolerando la incertidumbre.
En cuanto al grado de preponderancia, si la relación es dominada por la madre sin tener a penas en cuenta al hijo, a este le quedará las opciones de someterse u obedecer rígidamente. Si la madre no está presente o es débil, el hijo quedará en un estado próximo a lo caótico. Si la madre está presente y cumple sus funciones sobre la base de una buena sintonía, es decir, teniendo muy en cuenta a su hijo como el coprotagonista de la escena (no como alguien que sobra en la escena, ni como un protagonista secundario de su propia escena), el equipo funcionará colaborativamente, y eso será lo que quede interiorizado e integrado en la estructura de personalidad del hijo y, en concreto, en la relación mente-cuerpo.
Si nos figuramos la mente como una especie de madre interna, estaremos en condiciones de entender mejor cuál es su papel con respecto al cuerpo y cómo desempeñarlo con eficacia. Haciendo uso de la analogía hablaremos de:
– La sintonía mente-cuerpo: Es de suma importancia que desde lo mental sepamos captar e interpretar adecuadamente las sensaciones corporales, desde las más básicas como el hambre o la sed a otras más sutiles. La sintonía puede fallar tanto por el lado de la cantidad como por el lado de la calidad (interpretación). No hacer caso o estar todo el día pendiente de una sensación corporal serían ejemplos del primer tipo de falta de sintonía. El segundo tipo tendría que ver con la mala interpretación de la sensación. Un ejemplo sería una persona que nota un dolor de cabeza y desde lo mental, lo primero que se dice, es “a ver si va a ser un tumor cerebral” y se va para urgencias. La calidad de la respuesta también incluye la sintonía emocional: si el cuerpo está alegre, que la mente sea cómplice de esa alegría; si está asustado; que lo tranquilice; si está enfadado; que reflexione sobre los motivos y guíe la lucha si hace falta; si está triste, que le brinde consuelo. Ejemplos de falta de sintonía serían aquellas personas que cuando se notan alegres, desde lo mental se echan para abajo; que cuando tienen miedo se llaman cobardes; que cuando se enfadan redirigen la agresión hacia ellos mismos; o que cuando están tristes se dicen algo del tipo “ya estás con tus tonterías”.
– La relación cuerpo-mente está marcada por un cierto grado de amor-odio. Hay personas que, al mirarse al espejo (también se dice que la madre es el precursor del espejo. Es decir, que la mirada de la madre es el primer espejo en el que nos miramos), unos días se ven espléndidas y otros repulsivos. Aquí son infinitas las posibilidades, ya que estamos ante una auténtica relación afectiva con uno mismo. Nos quedamos con que la mente establece una relación afectiva, la que va del amor al odio, con el cuerpo, y con las palabras del poeta libanés Kahlil Gibran: “Conocí un segundo nacimiento: cuando mi alma y mi cuerpo se amaron y se casaron”.
– Muy relacionado con lo anterior está el grado en el que desde lo mental se acepta lo corporal. Con aceptación incondicional nos referimos a una base de aceptación que no está sujeta a nada, ni a estar más musculado, ni más delgada. Luego, si sobre esa base se superpone un extra de autoestima cuando tenemos éxito, estupendo. Pero bien sabemos que esto de lo que hablo no es tan usual. En una gran parte de nosotros la mente está ahí para rechazarnos, en términos absolutos, cuando fracasamos.
– De igual manera, la mente puede mostrarse consistente, es decir, estable en el tiempo, o, por el contario mostrarse en mayor o menor grado cambiante en lo referido al contenido y tono emocional de sus respuestas al cuerpo.
– La función reflexiva es uno de los principales atributos de la mente. El poder pensar sobre las cosas y problemas más diversos, sobre nuestras emociones y sobre las de los demás, sobre nuestro cuerpo y sobre el de los demás. El poder pensar sobre que pensamos. Todo esto solo está al alcance de los seres humanos.
– Desde lo mental también se cumple, al menos en parte, la importante función que los psicólogos denominamos “regulación emocional”. Es decir, el mantenimiento de la homeóstasis emocional dentro de la zona de equilibrio. Aquí, sin embargo, la relación es mucho más recíproca: desde lo mental, sí, se puede contribuir a regular los desequilibrios emocionales (corporales); pero es igualmente cierto que cuando estamos en la zona de equilibrio neurofisiológico (equilibrio emocional) pensamos mejor.
– Por último, la mente asume la función crítica, es decir, la de juzgarnos a nosotros y las cosas que hacemos como buenas o como malas. Aquí el cuerpo, a su manera, también se anima a juzgar lo bueno y lo malo, por ejemplo, las alergias y las intolerancias. El peor de los escenarios posibles es aquel en el que desde lo mental (representante materno, no lo olvidemos) se abruma con continuos juicios negativos y desde lo corporal se protesta contra este intento de avasallamiento.
El eminente psicólogo infantil Donald W. Winnicott acuñó la expresión “madre suficientemente buena” para desterrar el ideal de una madre perfecta, que tanta carga traía consigo y más que orientar la función materna la llevaba al extravío. Resumiremos todo lo dicho caracterizando la “mente lo suficientemente buena”:
Os pongo un ejemplo tomado de mi actividad clínica que ilustra la importancia de la respuesta que desde lo mental demos a lo corporal: Una de mis pacientes viene a consulta por problemas de ansiedad. Le propongo que preste atención a sus sensaciones corporales y las vaya describiendo en voz alta. Al llegar al estómago dice que nota ansiedad. Le digo que la palabra “ansiedad” no forma parte del vocabulario corporal, que describa lo que nota en el idioma del cuerpo. Prosigue diciendo que nota una cierta presión en la zona del estómago y como si algo se estuviera moviendo por ahí dentro. Le preguntamos entonces por ese algo y nos responde que supone que serán los contenidos intestinales. Al finalizar el ejercicio le preguntamos cómo se siente y nos responde que tranquila. Como vemos, lo de la ansiedad era una mala interpretación que desde lo mental hacía de sus sensaciones corporales. En el momento que cambió la interpretación, ajustándose a la realidad corporal, la ansiedad desapareció.
Desde lo mental se da respuesta a lo corporal, fundamentalmente, identificando necesidades y facilitando su satisfacción. Desde lo mental podemos facilitar la acción corporal o, por el contrario, obstaculizarla, con la correspondiente pérdida de eficacia. Por regla general, el yo mental no confía en el yo corporal, aunque es este el que encarna todo el potencial de acción y control muscular. Esta falta de confianza lleva a lo mental a tratar de controlar, a pensar demasiado, y trae como resultado un esfuerzo excesivo con el correspondiente exceso de tensión muscular y disminución de la eficacia. Es decir, si la mente, por desconfianza, trata de controlar en exceso la situación, hace que el cuerpo pierda eficacia. El cuerpo, por su parte también trata de dar respuesta a lo mental, fundamentalmente respondiendo a sus exigencias.
Finalizo cediéndole la palabra a William Shakespeare, quien nos decía que “nuestros cuerpos son nuestros jardines para los cuales nuestras voluntades son jardineros”.