Dependencia y autonomía: implicaciones para la salud
17 junio, 2019
Podría decirse que la vida de todas las personas, en tanto que bichos de la naturaleza que somos, está regida por dos grandes modos de funcionamiento. El primero de ellos, con el que venimos equipados de serie: que alguien nos haga caso, nos proteja y satisfaga nuestras necesidades. El segundo, que en el mejor de los casos vamos adquiriendo: valernos por nosotros mismos. Por ambas vías buscaremos como prioridad fundamental la seguridad. Funcionar de una u otra manera tendrá sus implicaciones corporales, emocionales, cognitivas y, por supuesto, comportamentales. Es decir, la dependencia y la autonomía determinarán, en coherencia con sus respectivas formas de conseguir el fin último de la seguridad, una parte del funcionamiento de nuestro cuerpo y de nuestras emociones, cómo vamos a pensar y cómo vamos a actuar. Centrándonos en las implicaciones corporales de cada una de estas modalidades funcionales, podríamos preguntarnos: ¿Qué hace el cuerpo con el objetivo de ser atendido por un cuidador? Y si esta necesidad se ve frustrada de una manera crónica ¿qué hace entonces? O por el otro lado, ¿qué hace el cuerpo si “asume” que se las tiene que valer por sí mismo? Un cuerpo que “cree” que debe ser atendido y cuidado para sobrevivir, en caso de no serlo, enfermará, aunque tenga todas las facilidades, llamémoslas objetivas, para satisfacer todas las necesidades básicas. Y no me estoy refiriendo aquí a que enfermará por una mayor vulnerabilidad frente a los estresores medioambientales, sino a que activará toda una serie de mecanismos con propósito defensivo que, a la postre y desde criterios biomédicos, se traducirán en sintomatología. Llegados a este punto y situándonos en la posición dependiente, contemplaré tres posibles escenarios: 1) Se dispone de cuidadores de confianza. 2) Se dispone de cuidadores, pero no son vividos como confiables por el individuo. 3) No se dispone de cuidadores (desamparo). El escenario número 1 no generará especiales dificultades para el organismo, mientras que, por su parte, los escenarios 2 y 3 activarán las alarmas de que algo marcha mal y sus consiguientes reacciones defensivas. Sería imposible discernir con claridad todas las enfermedades que encuentran en estos dos escenarios terreno fértil para desarrollarse, por lo que me limitaré a unos pocos ejemplos, aquellos que la clínica psicoterapéutica llega a esclarecer con mayor facilidad. La desconfianza hacia el cuidador, ya que es vivido como predominantemente malo, encuentra en las alergias e intolerancias una de sus posibles expresiones somáticas. Algunos casos de estreñimiento encuentran su sentido en evitar las dificultades en presencia de cuidadores de poca confianza. Las tensiones musculares crónicas, los desequilibrios hormonales, los procesos inflamatorios, la actividad autoinmune, entendidos desde la medicina como parte integrante de procesos patológicos, aquí se nos aparecen como mecanismos corporales activados para responder a una situación “entendida” como amenazante, a través de la denominada neurocepción (proceso por el que el sistema nervioso evalúa el riesgo sin necesidad de consciencia). Algo similar desencadenará el desamparo, en el que los procesos corporales buscarán no tanto la defensa contra lo malo, sino llamar la atención del cuidador o, resignada la esperanza de que este aparezca, prolongar lo más posible la supervivencia, lo que se nos presentará como algo próximo a la muerte en vida.
También podemos tomar como ilustrativa de la importancia determinante que tiene funcionar de acuerdo con una u otra de estas modalidades básicas la actitud frente a los problemas. Si nos encontramos con una dificultad y la solución pasa por ser ayudados la tendencia será a hacer mayor el problema, para así intentar llamar la atención del cuidador. Desde la autonomía, por el contrario, la tendencia será a hacer más pequeño el problema.
Por supuesto, nada impide el uso integrado y adaptado a las circunstancias de nuestros mecanismos de dependencia y de autonomía. Convendrá diferenciar la verdadera autonomía de aquella que deriva de la decisión de valerse por uno mismo para no cansar al cuidador y así eludir la amenaza de abandono. En este caso desde la dependencia se decide funcionar con cierto grado de autonomía. A diferencia de la verdadera autonomía, que nos sitúa a las claras en el camino del crecimiento, la falsa autonomía se parece más a fingir que podemos solos para no molestar, con la correspondiente sensación de soledad y desamparo.